Wednesday, January 28, 2015

La importancia de los correctores de estilo

Cuando un libro llega a sus manos, señor lector, usted no imagina el trabajo que se llevó a cabo antes de que ese ejemplar llegara a sus manos. Durante la producción de un libro se lleva a cabo todo un proceso que involucra a muchas personas, desde fotógrafos, impresores, compañías papeleras y los correctores de estilo, sí, leyó usted bien, correctores de estilo, esas personas raras que revisan una y otra vez un manuscrito o archivo en Word, cazando erratas y corrigiendo errores, investigando datos e información con el único objetivo de que el texto que llegue a usted sea completamente limpio.
Cuando un libro llega a las manos del lector, el lector aplaude o le mienta la madre al escritor en un claro afán por hacerle saber su aprobación o rechazo a la historia que escribió. El lector en ningún momento se pone a pensar en el trabajo del corrector de estilo, o en el trabajo de quienes participan en el proceso de edición. La gloria o el infierno son, siempre, para el escritor. Si a esta falta de reconocimiento le sumamos la falta de seriedad de algunas editoriales al momento de pagar el esfuerzo y las horas nalga que se llevó el corrector de estilo al hacer su trabajo, en definitiva es evidente la falta de respeto hacia su trabajo.
La mayoría de quienes se dedican a la corrección de estilo tienen familia: hijos, esposas, compromisos de pagos (rentas, colegiaturas, servicios) y nada de esto parece importarle a quienes autorizan los pagos en esas editoriales que se pasan de chistositas y no le pagan al corrector de estilo o, si le pagan, lo hacen después de tres meses de que él entregó el trabajo.
La corrección de estilo es una chamba mal pagada y es el corrector de estilo quien recibe mayor ingratitud y presión al momento de desarrollar su trabajo. La ingratitud llega, incluso, por ambos flancos: editores y escritores, de quienes el corrector de estilo llega a escuchar frases que van desde “ya lo revisé, ya nomás échale una revisadita”, o también “ya le pagué a alguien para que lo revisara, ya nomás tú échale una ojeadita”, hasta la frase de “¿Es lo menos que me puedes cobrar por hacerle la corrección?”, como si se tratara de ir a comprar jitomates al mercado de los martes.
Es conocido en el gremio de correctores de estilo que entre las editoriales que se pasan de chistosinas y no pagan se encuentran Fernández Editores, EdiMend, Esfinge y Terracota. También existen editoriales como JUS que no sólo no le pagan a sus correctores, sino que tampoco le pagan a sus empleados. Demandas, denuncias, molestia y hasta una lista negra… Lo peor del caso es que, a pesar de todos esos recursos a los que han acudido los correctores, editoriales y personas que se autonombran escritores siguen haciendo de las suyas y simplemente, porque así se los dicta la gana, no le pagan, le dan largas, se le esconden o le juegan al abonero.
La corrección de estilo es tan antigua como la escritura misma. La historia cuenta que desde el Siglo I de nuestra era, Plinio, Séneca, Cicerón y Quintiliano intercambiaban sus escritos para corregir errores. Fue durante la Edad Media cuando se definió la figura de quienes se dedicaban a esta labor: el corrigere, el monje copista que realizaba correcciones al margen de la hoja, llevaba a cabo su labor en el monasterio y en los conventos. Fue hasta los siglos XII y XIII, y gracias al auge de las universidades, que se fomentó la labor de los copistas laicos que, a partir de entonces, se encargaron de reproducir los textos autorizados para los estudiantes más ricos. Los copistas, tanto monacales como laicos, se especializaron en tareas distintas dentro de la producción de los libros: dominaban todos los estilos caligráficos y escribían con gran rapidez, incluso desarrollaron la habilidad para escribir con las dos manos.
Cuando apareció la imprenta se mecanizó la producción de los libros. Quienes se dedicaban a la corrección eran sabios, pensadores humanistas que por lo regular impartían cátedras de gramática y de retórica y que, de igual manera, se dedicaban a revisar cuidadosamente las pruebas de imprenta de los libros que se publicarían.
Leer los libros antes de que salgan publicados es una actividad privilegiada, afirma Ana Lilia Arias, en la revista virtual Cuadrivio, y añade que de los personajes más notables que desempeñaron esta labor destacan Erasmo de Róterdam (patrón de los correctores), Giordano Bruno y Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática castellana.
La figura del corrector de estilo en el mundo editorial es de suma importancia y merece un respeto. El corrector de estilo es pieza fundamental en redacciones y en editoriales y, como tal, se debe respetar y se le deben cubrir sus honorarios en tiempo y forma. Debe quedar claro que un corrector de estilo no es un marchante de mercado de alguna avenida, por lo que se debe evitar el regateo al momento de que él informa el costo de su trabajo.


Saturday, January 24, 2015

En el abandono el Museo de Historia Natural y Cultura Ambiental del DF

Descuidado, así, en la orillita del abandono. Es fácil percibir cuando a un espacio le falta la voluntad de alguna autoridad o funcionario en turno para que, de manera cabal, cumpla el papel para el cual nació en la sociedad; esto es lo que, lamentablemente, le sucede al Museo de Historia Natural y Cultura Ambiental del DF, ubicado en la segunda sección del Bosque de Chapultepec y cuya administración corresponde a la Secretaría del Medio Ambiente del Distrito Federal, cuya titular es Tanya Müller García; y a la Dirección General de Bosques Urbanos y Educación Ambiental de esa dependencia y que dirige Alejandro Camarena Cuevas.
Aunque en su portal de Internet el museo informa que se encuentra en renovación, la verdad es que cuando uno llega a las instalaciones se percata de que ese espacio cultural tan importante se encuentra atorado en la década de los ochenta. Todo permanece exactamente igual a como estaba hace treinta años, y contar treinta años ya son muchos. Si las autoridades correspondientes hubieran actuado ya en tiempo y forma, ese museo sería uno de los más hermosos no sólo del DF sino, también, de todo México… Pero no, por desgracia es tan deprimente llegar al museo, hacer el recorrido y salir de ahí con algo de tristeza y frustración.
Si las autoridades culturales del Gobierno del Distrito Federal han considerado ponerse a la altura de los museos de historia natural más importantes del mundo (como los de Londres, Berlín, París, Washington, Nueva York, La Plata, Río de Janeiro, Chile e Irlanda), deberían revirar y poner mayor atención en este espacio cuya importancia histórica, no sólo en México, sino en Latinoamérica, es determinante.
Sólo para recordarle, señor lector, el Museo Nacional de Historia Natural de México inicia su historia desde la época de la Colonia en nuestro país. Fue el primer museo de historia natural que se fundó en el Nuevo Mundo. Carlos IV envió a la Nueva España una comisión con el propósito de completar e ilustrar la obra del doctor Francisco Hernández. Encabezó esta comisión don José Longinos Martínez, quien radicó en la ciudad de México y por iniciativa suya, así como aportaciones personales, se funda en 1790 el Gabinete de Historia Natural. Durante la Guerra de Independencia estuvieron en peligro de perderse las colecciones, sin embargo fueron rescatadas y enviadas a la Universidad en donde se unieron a las de Arqueología que por órdenes del Virrey Bucareli habían sido instaladas en la biblioteca de la misma institución. Durante la presidencia de Guadalupe Victoria, y a iniciativa de Lucas Alamán, se fundó en la Universidad el Museo Nacional. En 1831, por decreto de Vicente Guerrero, se creó definitivamente el museo, el cual quedó gobernado por una junta directiva presidida por Pablo de la Llave. En 1843 el Ministerio de la Instrucción Pública dispuso que el museo quedara anexo al Colegio de Minería; más tarde se formó un establecimiento con el Museo Mexicano, el Jardín Botánico, el Archivo General y la Biblioteca Nacional. Maximiliano, emperador de México, decretó en 1865 que el Museo fuese instalado en un local anexo a Palacio, mismo que hoy ocupa la biblioteca de Hacienda. Le dio el nombre de Museo Público de Historia Natural, Arqueología e Historia y declaró que lo conservaría bajo su inmediata protección. Entre el año 1913 y 1964 el Museo Nacional de Historia Natural (MNHN) se encontró donde hoy es el Museo Universitario del Chopo ubicado en el número 10 de la entonces llamada Calle del Chopo. Aún en la actualidad dicho museo cuenta con una considerable colección de animales disecados, fósiles y muestras de frutas, plantas y vegetales de aquel tiempo. El 15 de octubre de 1929, mediante la firma de un acta, se llevó a cabo la entrega del Museo Nacional de Historia Natural al Patrimonio Universitario de la UNAM. En 1951, el Museo Nacional de Historia Natural estuvo bajo la dependencia del Instituto de Biología y poseía colecciones importantes que desgraciadamente no se encontraban en los lugares de exhibición adecuados. En ese entonces contaba con aproximadamente 22,050 ejemplares. Cuenta la historia que en 1964 el Museo Nacional de Historia Natural cayó en un lamentable abandono que provocó su cierre y la distribución de buena parte de su acervo entre el actual museo de historia que se ubica en Chapultepec, el museo de culturas y varias dependencias de la UNAM. Desde mi punto de vista, este museo continúa abandonado desde 1964, y aunque en 1999 cambió de administración y de nombre, considero que no hay indicios de que lo tomen en serio, no hay señales de preocupación por tan valioso espacio; no importa el peso histórico que le dio vida así como tampoco interesa que sea uno de los museos más visitados en la capital.
Actualmente el Museo Nacional de Historia Natural y Cultura Ambiental cuenta con 7,500 metros cuadrados de exhibición distribuidos en un conjunto arquitectónico que consta de diez amplias estructuras semiesféricas formando bóvedas o módulos de colores (bastante desteñidos, por cierto), los cuales albergan los diferentes tipos de colecciones según las siguientes temáticas: Módulo de dos bóvedas en el que se exhibe El Universo, el Observatorio del Cambio Climático y la Sala de exposiciones temporales. Cuando se termina el recorrido por esta bóveda y sale rumbo a la siguiente sala para continuar, uno sale con un extraño sentimiento de que algo faltó en esa sala del Universo. Con los avances que tiene la tecnología actualmente, es imperdonable llegar a una sala que hablará de planetas y de galaxias, sentarse a ver cómo un proyector forma cada uno de los planetas y observar que no todos los planetas terminan por ser proyectados, así como tampoco descritos de manera correcta (el día que asistí algunos jóvenes esperaban que apareciera Saturno para ver de qué manera el museo había resuelto la aparición de los anillos de este planeta). Es ridículo e imperdonable que, cobrando la entrada al museo no se haya puesto el énfasis debido en utilizar las nuevas herramientas de la tecnología para hacer de esta bóveda algo maravilloso que atrape por completo a quien la visita.
De igual manera, el museo cuenta con un módulo de cuatro bóvedas que abordan la Evolución de la vida, la Adaptación al medio y Origen y Clasificación de los seres vivos… También, frustrante el asunto de la visita por estas bóvedas. Mala iluminación, un calor terrible a pesar de que afuera hacía frío. Los textos que informan en cada uno de los escaparates es de hace años. Las paredes se observan resanadas, como anunciando una renovación también desde hace ya algún tiempo y que, por alguna razón, no ha llegado. Entrar a esas bóvedas fue como ingresar a la sala de trofeos de algún abuelito: cabezas de animales ya vetustas en las paredes, ese aroma que nos da un indicio de que ya pasaron por ahí muchos, muchos años y que la renovación o remodelación sólo es una promesa no cumplida.
Para cuando uno llega al módulo que tiene tres bóvedas en las que se puede apreciar la exposición de la Evolución humana y Biogeografía, la frustración y la tristeza son inevitables. ¿Por qué no toman en serio a los espacios culturales esas personas que se dicen funcionarios? Se supone que están ahí, en ese lugar, en ese puesto, para que los espacios culturales sean funcionales, actualizados y modernos; esos secretarios y directores de área perciben un sueldo por supervisar estos espacios destinados a la cultura y al esparcimiento en el Distrito Federal.
Es importante comentar que el museo cuenta en la actualidad con 2,775 piezas. Alrededor de 50% de las piezas están en exhibición y el resto, principalmente la colección de rocas, minerales, herbario y conchas están resguardadas en bodega.
Y no se detiene la sorpresa y la decepción: resulta que este museo (e imagino que algunos más pues, de pronto y de golpe y porrazo a las autoridades culturales del Distrito Federal les ha dado por rentar los espacios culturales como si fueran cualquier salón de fiestas) renta sus espacios. El anuncio dice exactamente esto: “Contamos con 9 cúpulas del museo más el vestíbulo. Ideal para conferencias, charlas o la presentación de productos corporativos”. Realmente es vergonzosa la manera en cómo anuncian los espacios culturales promocionando la renta de sus áreas, vergonzoso y lamentable pues, por desgracia, por más que los recursos ingresen (en caso de que alguien se atreva a rentar un espacio tan descuidado como éste) no son suficientes para que la voluntad de sus directores y de la Secretaria del Medio Ambiente se active y decidan en llevar a cabo una remodelación en serio de este museo.
Para cerrar esta entrega, transcribo aquí la función que –afirman sus directivos- tiene el Museo de Historia Natural y Cultura Ambiental en nuestra ciudad: El Museo de Historia Natural y Cultura Ambiental (MHNCA) es una institución cultural de divulgación científica sin fines de lucro (el resaltado es mío). Se trata de un espacio de encuentro y aprendizaje para visitantes de todas las edades, cuyo propósito es estimular, documentar y difundir todas las actividades que promuevan el conocimiento acerca del Universo, la Tierra y la vida…
Considero que no se cumplen los propósitos trazados. Quienes visitamos este museo salimos de él deprimidos y con la certeza de que falta mucho, pero mucho por hacer en pro de los espacios culturales del Distrito Federal. Sirva esta columna para hacer un llamado a los directores involucrados y de quienes se exige el despabile de su voluntad para que este museo cobre vida y se lleve a total efecto la remodelación de la que tanto se habla y que se ha postergado no sé por qué razón.