Cuando un libro
llega a sus manos, señor lector, usted no imagina el trabajo que se llevó a
cabo antes de que ese ejemplar llegara a sus manos. Durante la producción de un
libro se lleva a cabo todo un proceso que involucra a muchas personas, desde
fotógrafos, impresores, compañías papeleras y los correctores de estilo, sí, leyó
usted bien, correctores de estilo, esas personas raras que revisan una y otra
vez un manuscrito o archivo en Word,
cazando erratas y corrigiendo errores, investigando datos e información con el
único objetivo de que el texto que llegue a usted sea completamente limpio.
Cuando un libro
llega a las manos del lector, el lector aplaude o le mienta la madre al
escritor en un claro afán por hacerle saber su aprobación o rechazo a la
historia que escribió. El lector en ningún momento se pone a pensar en el
trabajo del corrector de estilo, o en el trabajo de quienes participan en el
proceso de edición. La gloria o el infierno son, siempre, para el escritor. Si
a esta falta de reconocimiento le sumamos la falta de seriedad de algunas
editoriales al momento de pagar el esfuerzo y las horas nalga que se llevó el
corrector de estilo al hacer su trabajo, en definitiva es evidente la falta de
respeto hacia su trabajo.
La mayoría de
quienes se dedican a la corrección de estilo tienen familia: hijos, esposas,
compromisos de pagos (rentas, colegiaturas, servicios) y nada de esto parece
importarle a quienes autorizan los pagos en esas editoriales que se pasan de
chistositas y no le pagan al corrector de estilo o, si le pagan, lo hacen
después de tres meses de que él entregó el trabajo.
La corrección de
estilo es una chamba mal pagada y es el corrector de estilo quien recibe mayor
ingratitud y presión al momento de desarrollar su trabajo. La ingratitud llega,
incluso, por ambos flancos: editores y escritores, de quienes el corrector de
estilo llega a escuchar frases que van desde “ya lo revisé, ya nomás échale una
revisadita”, o también “ya le pagué a alguien para que lo revisara, ya nomás tú
échale una ojeadita”, hasta la frase de “¿Es lo menos que me puedes cobrar por
hacerle la corrección?”, como si se tratara de ir a comprar jitomates al
mercado de los martes.
Es conocido en el
gremio de correctores de estilo que entre las editoriales que se pasan de chistosinas
y no pagan se encuentran Fernández
Editores, EdiMend, Esfinge y Terracota. También existen editoriales como JUS que no sólo no le pagan a sus correctores, sino que tampoco le
pagan a sus empleados. Demandas, denuncias, molestia y hasta una lista negra…
Lo peor del caso es que, a pesar de todos esos recursos a los que han acudido
los correctores, editoriales y personas que se autonombran escritores siguen
haciendo de las suyas y simplemente, porque así se los dicta la gana, no le
pagan, le dan largas, se le esconden o le juegan al abonero.
La corrección de
estilo es tan antigua como la escritura misma. La historia cuenta que desde el
Siglo I de nuestra era, Plinio, Séneca, Cicerón y Quintiliano intercambiaban
sus escritos para corregir errores. Fue durante la Edad Media cuando se definió
la figura de quienes se dedicaban a esta labor: el corrigere, el monje copista que realizaba correcciones al margen de
la hoja, llevaba a cabo su labor en el monasterio y en los conventos. Fue hasta
los siglos XII y XIII, y gracias al auge de las universidades, que se fomentó
la labor de los copistas laicos que, a partir de entonces, se encargaron de
reproducir los textos autorizados para los estudiantes más ricos. Los copistas,
tanto monacales como laicos, se especializaron en tareas distintas dentro de la
producción de los libros: dominaban todos los estilos caligráficos y escribían
con gran rapidez, incluso desarrollaron la habilidad para escribir con las dos
manos.
Cuando apareció la
imprenta se mecanizó la producción de los libros. Quienes se dedicaban a la
corrección eran sabios, pensadores humanistas que por lo regular impartían
cátedras de gramática y de retórica y que, de igual manera, se dedicaban a
revisar cuidadosamente las pruebas de imprenta de los libros que se
publicarían.
Leer los libros
antes de que salgan publicados es una actividad privilegiada, afirma Ana Lilia Arias,
en la revista virtual Cuadrivio, y
añade que de los personajes más notables que desempeñaron esta labor destacan
Erasmo de Róterdam (patrón de los correctores), Giordano Bruno y Elio Antonio
de Nebrija, autor de la primera gramática castellana.
La figura del
corrector de estilo en el mundo editorial es de suma importancia y merece un
respeto. El corrector de estilo es pieza fundamental en redacciones y en
editoriales y, como tal, se debe respetar y se le deben cubrir sus honorarios
en tiempo y forma. Debe quedar claro que un corrector de estilo no es un
marchante de mercado de alguna avenida, por lo que se debe evitar el regateo al
momento de que él informa el costo de su trabajo.